Por Diamela Eltit
La literatura puede pensarse como un campo geológico en el cual se superponen capas y capas de historia cultural que, en su siempre temblorosa superficie, porta los fragmentos heterogéneos y heterodoxos de perforadas citas latentes que se asoman repensadas para reafirmar así la continuidad del espacio literario.
Letras impregnadas de letras
“Abyecta” de Elizabeth Neira transita por esa geología. Atrapa en su construcción la ética de un cuerpo que se entrega a sí mismo, se entrega a su propia entrega para, finalmente, establecer una subjetividad social descentrada que se parapeta en la crueldad.
Cuerpo y crueldad, a su vez, cita la plataforma con la que el Marqués de Sade, en el siglo XVIII, buscó evidenciar la hipocresía en la que se articulaban las férreas instituciones para inscribir los ejes triunfales de un capitalismo moralizante. Una moral rigurosamente implacable que fue instalada para acosar los cuerpos, domesticarlos y luego convencerlos de encadenarse únicamente a la erótica del trabajo que presagiaba la explosiva sociedad industrial.
El libertino, protagonista de los textos del Marqués de Sade, se convirtió así en un excedente, en la metáfora invertida de un poder que, desde el ejercicio sexual más desenfrenado, desenmascaraba, de manera pormenorizada, las cuestionables operaciones oficiales con las que se iba a instalar un prolongado y agudo proyecto económico.
“Abyecta” cita y concita conceptualmente el universo sádico, pero su torsión radica en que, esta vez, es el cuerpo femenino el agente -nunca pasivo ni ajeno ni anestesiado- que va a examinarse para dar origen a una consistente poética del malestar.
Sin embargo, lo que propone “Abyecta” no es la mujer sádica que erradamente ha invocado la cultura, puesto que la mujer sádica es inexistente e imposible. Es imposible e inexistente en la medida que Sade fundó su territorio a partir de La Virtud de la mujer y el empeño en producir en ella una considerable profanación mediante la tortura sexual.
Sólo el cuerpo “profanado” puede volverse profano y profanador ya que es una caída sistemática que se constituye desde una persistente y ritualizada violencia inflingida que consigue corromper aquello signado como incorruptible: La Virtud.
Más bien “Abyecta”, fuera de las leyes de La Virtud, alude a una “posición” sadiana, un sitio cultural repuesto en la nueva historia del cuerpo que surge en la sociedad post industrial, transformado en aquello que el filósofo italiano Giorgio Agamben denomina como biopolítica. Una estrategia polimorfa e inconmensurable en que se funda el actual capitalismo que opera el cuerpo como un simple material que relega al sujeto de su capacidad interventora y pensante en aras de generar la tan ansiada productividad acritica, deslocalizada y tecnificada.
En “Abyecta” los orificios femeninos se abren, se exhiben, hasta transformarse en una mera práctica, en el instrumento lúcido que se esgrime para romper la ideología y así señalar, precisamente, su sinsentido. Perfora la ideología y propone un sujeto poético que escenifica su cuerpo -lo ausculta, lo usa, lo abusa, lo goza- como sede primaria para elaborar un lugar de habla.
La ruptura de la ideología -que aún rodea el estereotipo de lo femenino- no apunta, sin embargo, a la construcción de la “mujer fálica” puesto que implicaría una simple inversión y, por ende, confirmación de los órdenes dominantes. El proceso de “Abyecta” es radicalmente diferente. En el orificio genital como sede privilegiada se levanta un sitio político que se constituye a partir de su propio vaciamiento incesante. Un sitio político que se establece para legitimar una palabra que apunta lo social.
La sexualidad surge, entonces, como una estrategia para dar cuenta de los fundamentos de los nuevos ejes culturales y, allí, apela al lugar de marginalidad degradada que ocupa el arte. Entonces se yergue un arte genitalizado, orificado, que transcurre en las orillas nocturnas de una iracunda escena de desvelo y despilfarro.
La pregunta urgente de “Abyecta” parece radicar en cuáles serían los materiales de los que se puede disponer para construir una escritura poética luego del derrumbe de las retóricas que tradicionalmente la han sustentado.
De esta manera, el texto se aleja conscientemente de toda una sostenida línea estética que se fundó en La Belleza como convención y condición poética. Más cerca del irritado reclamo de Allen Ginsberg o del discurso elocuente y fragmentario del Hip Hop “Abyecta” traza, desde el cuerpo femenino, un mapa que se encarga de resituar tanto lo femenino como lo social.
Esta estética que glosa un devenir marcado por el afuera y el adentro de los órdenes sociales, señala la transitoriedad del artista que se diluye empujado a una masiva incorporación al sistema. El sistema lo traga, lo absorbe, lo neutraliza cuando lo hace partícipe de las reglas monótonas de un pragmatismo serial. El artista en “Abyecta”, seriamente debilitado por los imperativos comunes que le dicta la normalización de un habitar, pierde su singularidad o bien esa singularidad lo empuja a un afuera sin retorno.
No hay lugar:
“A esa hora los poetas-funcionarios/ se convulsionan en los baños por la deuda hipotecaria,/ y porque la santa tuvo un apetito terreno el otro día/ y se compró una crema “carísima”/ a ver si así se le recompone la ruina del rostro, mapeado por los/ excesos del poeta”.
La crisis del poeta implica un vacío que obliga a la restauración de una palabra otra. Sólo parece posible la construcción de un nuevo signo artístico cuya crueldad se funda en desnudar el léxico de todo vestigio de recursos líricos. O bien levantar una lírica que se solaza, precisamente, cuando pone en evidencia los nombres radicales que escamotea La Belleza literaria.
“Abyecta” irrumpe en el escenario chileno articulando una poética dura: “Esta noche tengo la concha hirviendo”. Pero se trata de una dureza no exenta de un remanente irónico que se desliza hasta desembocar en una forma de burla crítica. Por eso su mayor apuesta se empeña en la desoficialización del lenguaje, en la elaboración de nuevos sentidos.
Una trama deliberada que auspicia la conformación de un sujeto femenino que emprende una abierta batalla lingüística, una carcajada política, parapetada justo en los confines más censurados por los discursos centrales: “Además de puta, soy loca, floja, sucia, tonta, ignorante, sorda,/ coja y mala”.